jueves, 24 de enero de 2013

Maldito Cuervo

          Malos, malos vientos corrían en la aldea por aquel último lustro de los años 30.  No es que fuese zona de enfrentamientos bélicos directos, donde el tableteo de las ametralladoras y el zumbido de la aviación ahuyentaban, irremisiblemente, al campesino de sus tierras. Más bien se trataba de un lugar casi paradisíaco, donde abundan los montes, ríos y refugios naturales. Y precisamente por su idoneidad arribaban allí, de vez en cuando, algunos escuadrones en busca de un merecido descanso después de un mortífero periodo de desgaste en primera línea de fuego.

          Con ello, maldito lo que ganaba aquella ignora vecindad, ya macerada por los durísimos avatares que le imponía la vida cotidiana. Si acaso, lo que conseguían era alguna violación o robo por parte de algún mercenario de colmillo retorcido, que de todo había.

         Estos castellanos de bronce, pobladores de montes ásperos y abruptos, vivían  en la miseria. Sembraban sus cosechas en tierras áridas y angostas, siendo también el fruto recogido escaso y miserable. Mataban un cerdo al año, con cuyo unto o grasa aliñaban sus comidas, ya que el aceite escaseaba sobremanera. Sin duda, era este animal porcino la columna vertebral del sustento de aquellas gentes.

          Fue por aquel entonces cuando Anita vino a este mundo en el seno de una familia ya dilatada. Y lo hizo de puntillas, como la mayor parte de los bebés que nacían en la aldea y no eran ya el tercero, ni el cuarto, ni el quinto de los hermanos que bullían por la casa.

          Su madre, menuda y enjuta, era la clásica campesina que comenzaba sus quehaceres antes de anunciarse el alba y los dejaba –no terminaba– ya de trasnochada, hilando un penacho de lana en la rueca.
A la pequeña Anita, su hija de tan sólo unos días, todo le hubiera ido normal, aún dentro de la humildad en que vivía la familia, si su madre, llevada por el afán de velar por los suyos, no hubiera guardado en el desván de la casa como quien guarda su propio pecado, una zafra llena de aceite. Ella misma, con sus diligentes manos, había molturado la aceituna, a escondidas, por miedo a que algún desaprensivo, “en nombre de la ley”, se la requisara.

           Un día se terminó la grasa de cerdo y, satisfecha de si misma, echó mano de dicha zafra de aceite. Y en mala hora que la guardara, ya que al tiempo de asirla por el asa, para trasegar el preciado líquido a un recipiente más pequeño, la vasija se le fue tras  la mano como si de una pluma se tratara: inexplicablemente estaba vacía.

          Para Carlota, que así se llamaba nuestra querida aldeana, aquello fue como una descarga eléctrica que le paralizase todo su cuerpo.  Sólo sus labios aguantaron la brutal impacción para musitar muy, muy bajito ya: “Dios mío, no es posible…  Qué va a ser de mis hijos…”  Y se alejó de allí como perdida, sin ser dueña ya de si misma.

          Mientras tanto, la pequeña Anita dormía en su cuna de tablas totalmente ajena a la tragedia; pero su penar había comenzado.

          Desde aquel momento, los senos que la amamantaban perdieron su caudal, se marchitaron como dos rosas ejecutadas por mano aviesa, por lo que, a partir de entonces, la recién nacida pasaría a depender de sus hermanas mayores Encarnita y Tina, de doce y diez años respectivamente. También la abuela Sebastiana hacía lo que podía, a pesar de sus ochenta y cinco años: “Mascarle pan y dárselo a vuestra hermanita, hijas mías, que asina me destetaron a mí y aquí estoy”, aconsejaba a sus nietas.  Pero éstas no le hacían caso: “Qué guarrería, agüela”, le contestaban, y lo que hacían a la recién nacida  eran sopas de pan, muchas sopas de pan para comer.  Luego, al atardecer, la sacaban de “ronda” por las calles del pueblo por ver si encontraban para su hermanita pequeña unos senos bondadosos de los que pudiera extraer un rayo de luz. Y a fe que los encontraban, prestos y dispuestos, pero ¡ay! de la pequeña Anita que siempre llegaba tarde, porque se aferraba, sí, como una ventosa a aquellos pechos que tan indulgentemente se le ofrecían, pero eran ya unos pechos flácidos y succionados en demasía por sus verdaderos dueños, unos dueños, diminutos también, que, sin embargo, eran un poquito más afortunados que ella. Así, su cuerpecillo no solamente cesó en su desarrollo increscente, sino que entró en un lastimoso estado de inanición.

           Mientras tanto su madre, aquella campesina menuda y enjuta que siempre se había extremado por sus hijos, ahora yacía en su lecho totalmente ajena y, a veces, hasta despectiva con ellos. Pasaba la mayor parte de las horas amarrada por las muñecas a los barrotes de la cama. 

          Extraña terapia, sí, la que recibía la pobre Carlota para ¿mejorar? de su repentina y esotérica enfermedad, cuando lo que imperiosamente necesitaba eran toneladas de cariño, de amor y de comprensión.

          Un día, en uno de los ratos que su vecina Librada pasaba junto a la enferma le dijo a ésta:
– ¡Ay Carlota,  por Dios, que tu niña pequeña güele ya a muerta!  ¿A caso no te habías dao cuenta?
–Mira tú con lo que viene ahora esta; ayer fue el día –le contestó la enferma en un tono desdeñoso–. Pues hay que estar loca para no darse cuenta de ello. Menos mal que ya le queda poco que sufrir a la pobre. Desde que le picó el cuervo no ha vuelto a echar luz.
–¡Por Dios, Carlota, no digas eso, mujer, que estoy en vísperas de ser madre y se le rompe a una la alma oyendo decir esas cosas!
–Digo la verdad, Librada, que hay que estar loca para no darse cuenta que mi niña pequeña huele a muerta. Y ahora, barrigona mía, ¿quieres desatarme estas malditas cuerdas que se me hincan en la carne?  Anda, mujer, que tengo necesidad de bajarme al orinal.
–Y si luego haces alguna de las tuyas ¿qué?, para mí las culpas.
–Y qué quieres que haga, barrigona mía, si de pronto aparece ese maldito cuervo, que es más negro que el infierno, y me pica a mí también en el tuétano de los huesos, di, ¿qué?, tendré que defenderme ¿no?
¡Ves, Carlota, ya estás con el dichoso cuervo cuerveando, como todos los días!  ¡Que aquí no hay  ningún cuervo, hija de Dios, y menos que venga a picarte en el tuétano de los huesos, como tú dices!
–¡Ay, sí, todas las mañanas viene, todas!  Enseguida que amanece y alguien abre  el ventanuco veo a ese demonio negro volotear por el techo de mi alcoba, y entonces  me entra un tembleque en el cuerpo que me encabrito. Yo sé muy bien que le tiene miedo a la oscuridad, por eso mando cerrar la trampilla y correr la cortina, así se está quieto, aunque él sigue ahí acechando, lo sé. Y ahora, barrigona mía, ¿quieres desatarme estas malditas amarras que se me hincan en la carne?  Anda, mujer…
   
          A Librada se le partía el corazón –la alma, como ella decía– oyendo hablar de aquella manera a su vecina de toda la vida, que dicho sea de paso, siempre se había distinguido por su sensatez, su discreción y su cordura.  Ahora –nadie se explicaba por qué– su comportamiento era ilógico, irracional, y sólo afloraba un atisbo de lucidez a sus ojos cuando le pedía a alguien que le desatara las amarras para bajarse al orinal.  Librada, que se hallaba sentada en el sillón de mimbre que había a los pies de la cama, se incorporó pesadamente a causa de su avanzado estado de gestación y oteó la calle de  forma instintiva. A continuación se volvió sobre si misma y liberó a la enferma de las cuerdas que la mantenían postrada en la cama.  Ésta, a su vez, esbozó una media sonrisa impregnada de esoterismo y no dijo nada.
–Bueno, cariño, ahora a portarse bien ¿eh?, que yo me tengo que ir a prepararle el afrecho a mi cochino y a ver qué hace mi Felisín, que lo dejé jugando en la puerta con tu Pedrito, no vaya a pisarlos algún mulo que venga suelto por la calle.  ¡Ah!, ahí se te queda en la repisa del ventanuco, por fuera, un tazón de leche de mis cabras; te la tomas luego, fresquita.  ¿Me oyes, Carlota?
–¡Anda vete ya, jodía barrigona!  ¡Yo sé lo que tengo que hacer!

          La tarde iba ya en despedida. La sombra de la colina más cercana se había alargado al fin y cubría la calleja, donde los párvulos Felisín y Pedrito seguían jugando con la tierra. 
Al fondo, a través de las portonas abiertas del viejo caserón, podía verse la recia figura de Librada trastear, de aquí para allá, con algunos animales del corral.

           Mientras tanto, la misteriosa Carlota, emancipada, momentáneamente, de sus ligaduras, disfrutaba a sus anchas dentro de su propia casa, pues aprovechando un momento de soledad había despojado a las camas de todas sus ropas –no era ya la primera vez que lo hacía– y, haciéndolas un hato, las subió al desván y las arrojó encima del ya mencionado bidón de aceite vacío como si se tratara de un bicho muerto y apestoso. A continuación escupió con desprecio y regresó a la planta intermedia donde se hallaba su triste aposento. Allí, vestida con un rústico camisón de lienzo, desgreñada,  cansina, y con la mirada perdida, se sentó al borde del jergón desnudo, en tanto su aberrada mente maquinaba alguna otra cosa que hacer. Y no tuvo otra idea que la de coger una escoba y ponerse a dar escobazos en el techo de su propia habitación:
“¡Maldito cuervo, que otra vez has tenido que venir a mi alcoba a picarme el tuétano de los huesos!”, vociferaba la pobre Carlota.  “¡Pues toma, para que no vuelvas más por aquí!  ¡Toma otro, y otro, maldito cuervo! ¡Y ahora te vas por donde has venido, jodío cuervo del infierno!”

          Al final, de nuevo se sentó, extenuada, en los hierros del jergón y, sin que ella se diera cuenta, una lágrima, quizá tan misteriosa como el propio nimbo que la rodeaba, resbaló por su mejilla y fue a fenecer sobre sus pechos marchitos. Después, una vez recobrado un poco el aliento, se incorporó y se asomó al ventanuco, lo mismo que unos minutos antes hiciera su vecina Librada.  Pero nada descubrió en la calle que atrajera  su atención, ni siquiera la presencia allí de su hijo Pedrito, que lo vio andar por primera vez y ni siquiera se conmovió.  En lo que sí reparó fue en un tazón de leche que había en la repisa, por fuera.  Ella no sabía que estaba allí ni quien lo había dejado, el caso es que lo cogió y acto seguido cerró la trampilla y corrió la cortina, dejando, como otras muchas veces, la alcoba en penumbra. En ese momento oyó chirriar la puerta de las escaleras, y el sonido estridente de la misma le hizo volver la cabeza.
Era Cristina –Tina para todos–, su hija de diez años, que había oído gritar a su madre y, aún recelosa, subía a ver si le pasaba algo malo.
–¡Ah, eres tú!  Pasa, hija pasa –dijo cariñosamente al ver a la chiquilla un tanto indecisa en la puerta de la sala–.  No te asustes de tu madre; pasa. 
La niña obedeció y se acercó a su madre ya sin ningún temor.
–¿Qué traes ahí envuelto en esas mantillas tan sucias y que huele tan mal –la preguntó.
–Es Anita, madre, que ya no llora, ni se chupa los deditos, ni hace nada –la contestó gimiendo.
Entonces la despeluzada madre, que al parecer aún guarda en algún lugar remoto de su alma una miaja de su instinto maternal, tomó, con una sola mano, a su hijita pequeña y la arrulló con ternura, a la vez que con la otra le acercaba a los labios el tazón de leche, fresquita, que había encontrado en la repisa del ventanuco. La pequeña y desdichada Anita, que ya no lloraba, ni se chupaba los deditos, ni hacía nada, al sentir el contacto del recipiente en sus labios tembló toda ella como si resurgiera del MÁS ALLÁ para aferrarse al último retazo de vida que se le ofrecía ya in extremis. Y fue este el momento en que el cerebro de su madre, tristemente suplantado desde hacía algunos meses, experimentara un cambio radical.

          De pronto todo comenzó a darle vueltas; el baúl, el sillón de mimbre, la cama, el ventanuco, su propia hija Cristina, que la miraba inocentemente; todo cambió de lugar, o mejor dicho, todo volvió a su lugar de origen.  Fue como si, de pronto, su cabeza se transformase en una ruleta mágica, vertiginosamente impulsada por una mano poderosa y oculta y por espacio de unos segundos le asaltasen tanto la duda como la esperanza y que, al detenerse, en este caso fue la fortuna, y no el infortunio, la que penetró en su espíritu. Así, la enferma vesánica ya no era tal enferma, sino Carlota; la misma Carlota de siempre; aquella madre responsable de todo lo suyo; la hormiga incansable que un día fatídico fuera víctima del propio grano que transportaba hasta su granero. Ahora todo lo volvía a ver claro, de lo contrario, cómo darse cuenta de lo que significaba el eructo inusitado que su hijita pequeña dejó escapar una vez se hubo tomado, hasta la última gota de leche que había en el tazón. “Buen provecho, hija, y que Dios te ayude”, dijo. Y acto seguido, la pequeña Anita quedó profundamente dormida en su cuna de tablas.

          Después vendría el trajín; la zozobra; la vergüenza de una madre, que ella misma se daría cuenta que volvía a serlo al ver lo abandonada y cochambrosa que estaba la casa, de la cual no había salido.
Casi se desmaya cuando se fijó en su otra hija, Cristina, inexplicablemente sórdida, desgreñada y mocosa. Y lo más lamentable de todo es que llevaba puesto el vestido blanco con florecillas rojas y verdes –no tenía otro– reservado para los domingos y fiestas de guardar.
–¡Pero hija de Dios –se lamentaba la mujer, a la vez que se llevaba las manos a la cabeza–. ¿Qué haces con tanta porquería encima –ella no se había visto aún en el espejo el aspecto tan ajado que tenía–. Dime: ¿quién ha consentido que te eches el vestido de las fiestas para diario?  ¿Cuántos días hace que no te lavas, ni te peinas, ni te cambias de ropa?
La desorientada chiquilla iba a decirle a su madre que, hacía veinte días, o así, ella misma le había dicho que hiciera lo que quisiera, de echarse el vestido para todos los días, pero aquel torrente de palabras la hicieron enmudecer.
–¡Pero hija querida, dime: ¿qué es lo que ha pasado aquí?  ¿Cómo es que está todo tan sucio?  ¡Mira como está el palanganero; y las escaleras; todo!  ¿Qué ocurre en esta casa? ¿Por qué están todas las camas desnudas?  ¿Cuánto tiempo hace que no se limpian sus dorados?  ¿Dónde están tus hermanos?  ¿Y mi pequeño Pedrito; y Jesusín; y Encarnita; y tu padre? ¡Ah, seguro que tu padre está barbechando y Jesusín pastoreando el ganado, seguro!
–¡Pero ma…!
–¿Y la abuela Sebastiana, dónde está? ¿Qué hora es?  ¿Y el puchero de la comida, está ya puesto en la lumbre?
–¡Pero ma…!
–Dime, hija, ¿se han sembrado ya las patatas, y los tomates, y los pepinos, y las berzas, y la remolacha?
¡Pero madre –pudo decir al fin la niña, aprovechando un respiro que se diera su progenitora–, que ahora no es tiempo de esas cosas que usted dice, que estamos a primeros de septiembre, madre!
–¡Pero qué dices, hija, si esa –se refería a la pequeña Anita, que seguía durmiendo como una bendita en su cuna de tablas– nació el 30 de marzo, por lo que ahora tiene un mes y cuatro días!
¡Que no, madre, que no –porfiaba la chiquilla–.  ¡Que es verdad que estamos en septiembre, y Anita tiene ya cinco meses y siete días!

          Y ante la insistencia de su hija, la recuperada madre se asomó a la ventana de la sala y, efectivamente: lo primero que vieron sus ojos fueron restos de paja en algunas eras, y por si eso fuera poco, allí mismo, en la ventana, por fuera, se hallaba el emparrado, con sus racimos a punto de madurar. Tampoco le pasó desapercibida la higuera del huerto, al otro lado de la calle, con sus higos cabizbajos y de miel.  También podía haberse fijado en la cuesta del romeral, que allí estaba, a la derecha, con su habitual secuela del estío y no con el verde esperanza del mes de mayo que ella creía.  La mujer, al comprobar su error, se volvió hacia Tina con cara de no entender nada.  “Dios mío…”, murmuró, a la vez que se sujetaba las sienes con sus propias manos.  “¿Qué me ha pasado?  ¿Dónde he estado todo este tiempo?”, y acto seguido se abrazó a la chiquilla y, sollozando, la preguntó:
–Dime, hija, ¿qué me ha ocurrido?  ¿Cuánto tiempo hace que vivo sin saber que vivo?  Contesta, mi niña, no te dé vergüenza.
–Pues desde que la picó el cuervo en el tuétano de los huesos, madre. Desde entonces la tenían que atar a los hierros de la cama porque hacía cosas muy raras…
–¿A los hierros de la cama…?  ¿Qué yo hacía cosas muy raras…?  ¿Qué a mí me picó un cuervo…?  ¿De qué cuervo hablas, hija?  A mí nunca me picó un cuervo.
–¡Que sí, madre, que sí!  ¡Venga y verá!
La niña cogió a su madre de la mano y la llevó hasta su alcoba.
–Mire –dijo la muchacha señalando con el dedo índice hacia el techo–, ese es el cuervo que le picaba en el tuétano de los huesos todos los días cuando amanecía. Pero yo cerraba el ventanuco porque usted me lo mandaba.
 –Hija –sonrió la madre al tiempo que le mesaba los cabellos tiernamente–, eso no es ningún cuervo.  Simplemente se trata de una mancha, por cierto bastante negruzca y fea, que ha salido en el techo.  Será alguna gotera del tejado o algo que se ha vertido en el desván. Y ahora, hija mía, dime: ¿qué eran esas cosas raras que yo hacía?  Anda, mi niña, no me seas renuente.
La chiquilla volvió a dudar unos instantes antes de responder.
    –Pues no sé, madre; todas esas cosas que dice la gente…
    –¿Y qué cosas dice la gente?
    –Pues eso; que canta usted por las noches en la cama, y que por el día, cuando tiene ocasión, que sube al desván y se viste de fantasma, con las ropas de la cama, para espantar a los espíritus. Y también dicen que anda usted por la casa matando pájaros con la escoba, y que en vez de matar pájaros, que es posible que mate telas de araña.  ¡Pero eso es mentira, madre! ¡Es mentira; porque usted no se viste de fantasma, ni espanta a los espíritus, ni mata pájaros con la escoba!  ¿Verdad que no, madre?  ¿Verdad que no?

          Al final la chiquilla terminó echándose a llorar sobre el regazo de su madre, la cual la consolaba dándole golpecitos cariñosos en la espalda. Y fue el momento en que la mujer se fijó en la tremenda desnudez de su propia cama; y en las cuerdas de pita que había atadas a los barrotes de la cama; y en la escoba que había tirada en el suelo, con el mango roto. “Dios misericordioso”, murmuró para si.  “Luego es cierto lo que dice la muchacha…”, y acto seguido sintió un escalofrío en todo su cuerpo que la obligó a apretujarse contra su propia hija y a inclinar su rostro lleno de vergüenza. En aquel momento, tan confusa estaba la mujer que ni siquiera esperaba encontrarse allí con unos ojos llorosos que la miraban con toda la inocencia y todo el amor del mundo.
    –¿Verdad que no, madre?  ¿Vedad que no?
    –No, mi pequeña, no –dijo la madre, al mismo tiempo que intentaba recordar algo que le era imposible–.
 
          No era yo quien hacía todas esas cosas que dice la gente, sino un ánima lastimera y errante, muy próxima a mí, que vivía sin saber que tenía unos hijos que la necesitaban como el aire que respiramos. Vivía, hija mía, sin saber que vivía; por eso no se daba cuenta de tu descuido en el aseo. Por eso, también, confundía a una mancha negra con un cuervo esotérico y miserable que voloteaba por su alcoba.  Lo que no entiendo, mi niña, es por qué ese pajarraco se esfumaba con la oscuridad y volvía a aparecer con la luz del nuevo día a soliviantar esa triste alma que yacía amarrada a su lecho. 

          Ahora, hija mía, por fortuna ya todo ha terminado. Ahora volverás a tener limpio y planchado tu vestido blanco con florecillas rojas y verdes para los domingos y fiestas de guardar. Ahora no tendrás que avergonzarte de tener una madre que se viste de fantasma para espantar a los espíritus. Ahora, hija mía, volverás a ser la misma chiquilla de siempre que llamaba la atención por su cara de ángel.  Ahora tu  hermanita Ana, si no se nos va antes, poco hemos de tener para no poder comprar una cabra –no sé que ha pasado con mis pechos– y ordeñarla solo para ella, al menos hasta que pueda comer sopas de pan.
    –¡…!
    La pequeña Tina quiso decir algo, algo que hacía de comer a diario a su hermanita pequeña, pero su madre le cortó la palabra.
    –Sí, mi niña, hasta que pueda comer sopas de pan.  Mírala como duerme; parece enteramente un cadáver. ¡Ah!, y ahora, nosotras vamos a poner manos a la obra; porque hay muchas, muchas cosas que hacer, ya verás qué sorpresa se llevan a la noche tu padre y tus hermanos cuando vengan del cam… ¿de dónde, hija mía?  ¿Dónde están cada uno?
    –Padre y Jesusín se fueron a segar espliego al campo cuando aún era noche cerrada, y Encarnita está guardando las ovejas para que no se las coma el lobo y no se las lleven los milicianos, como hicieron con nuestro cochino. Pero padre en seguida compró otro, chiquitín, a cambio de dos fanegas de trigo.
    –¡Alabado sea el  Señor –exclamó la madre al tiempo que se santiguaba–.  ¿Con que esa gentuza nos ha quitado el cochino, hija mía?  ¡No, no hay derecho a que hagan esas cosas con nosotros!  Pero, en fin, tiempo habrá de lamentarse. Ahora, mi pequeña, vamos a poner una buena olla de agua a calentar a la lumbre para lavarnos y asearnos bien las dos, ya verás cuando vengan los otros del campo qué sorpresa se llevan. Y a ver si podemos pillar, también, a tu abuela Sebastiana y echarla en remojo, porque, con lo dada que ella es a criar miseria…  ¡Ah! y mientras se va calentando el agua, tú y yo vamos arreglando un poco las camas ¿eh, mi niña?
    ¡Sí, madre, qué contenta estoy!

viernes, 11 de enero de 2013

El Secreto de Marilú



No es malo que algunos de nuestros secretos duerman para siempre dentro de nosotros,  pues de no ser así sería como mostrarse desnuda ante tus semejantes.

En cambio hay otros que los llevas ahí y no cesan de retorcerse cual serpiente apresada en un zurrón; capaces, incluso, de provocar una llaga por la que poder escapar.

Yo, Marilú, humildemente confieso ante este cuaderno amigo, el cual no se espanta ni murmura por nada, que en algún momento de mi vida he odiado por envidia.  He llegado a sentir celos de mi compañera Celia cuando ésta era acosada sexualmente por nuestro jefe, y lo más lamentable de todo es que ella no le prestaba el menor interés, salvo en una ocasión, que lo sorprendió con un revés cruzado que le hizo enrojecer.  Pero ahí Dios no pecó de ingenuo, y aquella acción de mi compañera fue un revulsivo para mí, que hizo que me despojara del pudor confuso que siempre me había acompañado. A partir de entonces comencé a desplegar unas dotes de seducción que iban desde coincidir,”casualmente”, con él en el “metro”, a dejar caer unos folios al suelo cuando nos cruzábamos en el pasillo de la oficina; es decir, esas cosas que se ven en las películas. Y él, sí, muy amable se agachaba y ponía, de nuevo, los papeles en mis manos, pero jamás, que yo sepa, volvió la cabeza para mirar mi triste contoneo de caderas.  No, yo nunca he sido acosada sexualmente.

Por otra parte, es verdad que por aquel entonces yo me balanceaba en 117 kilos, lo que me llevó a la conclusión de que, los hombres, unas veces te traspasan con sus ojos y otras están ciegos.

Me arañaba el alma, sí, aquella terca miopía en quien tú quieres que te vea, y si ya no puede ser por fuera al menos que se digne en mirarte por dentro.
 
Así pues, a partir de entonces me hice el firme propósito de buscar, ¡en el infierno si hacía falta! , un alfarero que modelara y le diera nuevo “look” a mi cuerpo. Y a fe que lo encontré, presto y dispuesto a llevarme de la mano hasta aquel lugar donde me encontrara yo satisfecha conmigo misma.    

Pronto aquel Rey Mago me envolvió en sus palabras y ganó con sus consejos. No, no voy a desvelar aquí su quehacer conmigo; porque ése, precisamente, es uno de los secretos que no muerden ahí adentro. Me recomendó, eso sí, vivir, soñar y asomarme, ¿por qué no?, al balcón de la esperanza, y, también,  si pasado algún tiempo notaba yo que subía mi apetito y bajaba mi peso, –¡qué contradicción!–, que estaba en el buen camino; señal que el ser que llevaba dentro se estaba desarrollando adecuadamente.

Ahora ha transcurrido aquél tiempo que me pidió y un poquito más; lo suficiente para que mi figura haya sufrido una transformación que ni yo misma hubiera soñado.

Hoy día, y lo digo muy alto, ya hay quien me mira en la oficina; quien me mira y que me ve.  Así mismo debo decir que ya no sueño con ser acosada sexualmente.  Ahora soy querida y respetada, porque he aprendido a ser  asesina de mi propio odio. Ahora mismo lo único que me entristece es pensar en el instante en que “mi niña” tenga que abandonar mi vientre.  Será un momento duro, lo sé; porque, tanto tiempo juntas las dos, durmiendo juntas, comiendo juntas, trabajando juntas, paseando juntas, y ahora, cuando ya no la necesito, tengo que dejarla en la estacada, sin saber la suerte que correrá. No, no sé si podré soportarlo, más pensando en todo el bien que ella me ha hecho. Tengo que estar preparada para ese trago amargo que me espera. Tengo que mentalizarme y coger fuerza suficiente para cuando llegue el momento cerrar los ojos y no verla, pues de lo contrario, ¡ay! que no respondo de mí.

Mucho me desgarra, también, pensar que nunca faltará una mente vacía de sensibilidad y de amor que a la hora de murmurar de esa indefensa criatura la llamen Solitaria; ahí, como si se tratase de algo asqueroso y repugnante. ¡Pues no! ¡Yo no; para mí siempre será “mi niña del alma”, y si en alguna ocasión he de llamarla por su nombre, la llamaré Tenia!
           

                                        Pío Mª Yagüe.